El “yo”, ese personaje que creemos ser, es algo
tan externo y oscuro como la sombra de una estatua. El hombre carga con su “yo”
lo mismo que un burro con una caja de dinamita. Un transporte demasiado
peligroso.
Si el ser humano, en su totalidad, es casi nada
con respecto a la vastedad del cosmos, el “yo” es la nada hecha persona, la
nada que suena y confunde, y que nos hace creernos únicos. Pero no lo somos, y
es más que posible que estemos repetidos. Demasiado repetidos.
Insectos, gacelas, nubes, planetas, galaxias…
Todo cuanto conocemos, lo que durante siglos hemos llamado universo, es apenas
una brizna de la totalidad. Los físicos y cosmólogos de la última hornada, con
Alexander Vilenkin a la cabeza, nos explican que nuestro universo no está solo,
que hay infinidad de universos acompañándonos, todos flotando como burbujas en
un océano de “falso vacío”.
Ese falso vacío es una fuerza repulsiva que
mantiene separados a cuantos universos existen y nacen mediante su propio “Big
Bang”.
Como resulta que el número de universos es
infinito y el número de acontecimientos que se producen en cada uno de ellos es
finito, los sucesos y sus protagonistas se terminan repitiendo en miles y
millones de esos universos. Y la cigarra que hace sonar sus alas en mi jardín, evocándome
algún recuerdo de la infancia, está en otro de esos universos, en un jardín
como el mío, donde alguien como yo, posiblemente yo mismo, está recordando su
infancia.
Por lo tanto, el ser humano que se cree un “yo”
único e irrepetible está más visto que el tebeo. O al menos está creyéndose
único e irrepetible en miles de millones de universos.
Carl Sagan nos decía que el hombre era la forma
que había adoptado el cosmos para ser consciente. Desde la explosión
primigenia, hemos ido evolucionando para que el universo tuviera conciencia de
sí mismo. Somos los portadores de esa conciencia. Y a la vez unos fracasados.
No hace falta que hagamos el listado de guerras, exterminios y devastaciones.
Tampoco el de las heridas que la codicia y la ambición de unos pocos nos han
ido dejando en la piel. Pero llevamos la luz del “darse cuenta”. Y si somos
capaces de llegar con nuestra mente a vislumbrar la estructura del Todo, más
allá de las narices de nuestra lengua, nación o ideología, es que hay algo
divino dentro de nosotros. Y si no es divino, se le parece.
Como especie, no somos más que unos debutantes. Y
como individuos, apenas contamos con setenta u ochenta años para cumplir con
nuestro destino en este planeta. Deberíamos saltar de nuestro “yo”, ese
alfeñique que nos gobierna desde el ombligo, y hacer bien nuestro trabajo.
Quizá nos llevemos el aplauso de átomos y estrellas.
Ricardo García Nieto