Nadie sale indemne de la mirada del otro. Las miradas liman. O pulen
en el mejor de los casos. Pero también pueden erosionarte hasta dejarte en casi
nada, convertir en polvo tu personalidad, tu naturaleza, tu ser más íntimo, y
tornarte en un autómata que se mueve por necesidad y miedo. Se trata de la
superioridad de lo ajeno sobre lo propio, de lo impuesto sobre lo infuso, del
estímulo social sobre el impulso a bucear en ti mismo.
El guardia que te mira de reojo, la señora que te revisa de arriba
abajo o el inspector que te punza con sus pupilas están en cada uno de los
viandantes lo mismo que el robot o el títere.
Cada uno es víctima o verdugo. También el salvador de sí mismo: la
aguja que entra por su propio ojo.
Ricardo García Nieto