En
alguno de los diarios de Ernst Jünger leí que hubo esquimales,
convertidos al cristianismo, que no querían ir al cielo prometido porque
allí no había focas, su principal fuente de alimento.
Creo
que alguien explicó mal a los esquimales en qué consistía ese lugar al
que Dios se lleva a los mejores. Y no sólo a los esquimales. Para
desconsuelo de muchos, podemos conjeturar que en el cielo, como concepto teológico, no hay focas, ni fútbol, ni cerveza.
Las
promesas se cimientan en el presente para que el viento se lleve sus
tejados en el futuro y podamos ver la dolorosa verdad de las estrellas.
El
estado del bienestar (las focas de los esquimales) son el cielo
prometido de la política. Nuestros representantes nos aseguran que
siempre habrá focas. Aunque luego resulte que son invisibles o sólo se
ven por televisión. El problema está en que no miramos hacia arriba
cuando vuela el tejado de la promesa electoral. Seguimos viendo la
televisión.
Una
de las curiosidades de las focas, en sus diecinueve especies, es que
carecen de oído externo. Tal vez tengan la ventaja de oírse a sí mismas.
Otra es que sus ojos pueden enfocar tanto fuera como debajo del agua:
en dos mundos distintos. Debiéramos imitarlas. Quizá los místicos y los
locos se acerquen a lo inefable por esa capacidad de escucharse y estar
al otro lado de lo aparente. Quizá los hombres comunes, como las focas,
lo hagan en un mundo venidero. Oírse a sí mismo y respetarse es el paso
previo para ver más allá y expandir la conciencia.
Cada día tengo menos certezas, pero me gusta pensar que no hay focas en el cielo porque ya se lo trajeron consigo.
Ricardo García Nieto