Si yo crease un mundo en el que imperase el Mal, me sentiría
muy culpable y haría cualquier cosa –hasta convertirme en un Cristo- para bajar
a ese orbe mío y redimirlo. ¿Para qué engañarme? Es lo que hago en cada novela
que escribo: me encarno, ungido, en uno o varios personajes, salvo mi mundo y
me salvo yo. Ojalá fuese tan fácil obrar así en la realidad de cada día, de la
que no somos creadores… ¿O sí?
Hay quienes venden su alma al diablo para llegar al reino de
los cielos. Los veo cada día: subastan humo y compran arena. En literatura,
todos los diablos son impostores, y en la vida cotidiana, pobres, muy pobres
diablos. Por eso hay que tener mucho ojo con lo que no vemos: al verdadero
inframundo se llega por nuestros corazones. Por allí se cuela la más alta
bondad y el más radical de los males.
Cuando Hannah Arendt acuñó el concepto de “banalidad del mal”,
hacía hincapié en el “no pensar” de los asesinos nazis que, como Eichmann,
cumplieron con sus obligaciones administrativas: llevar a los judíos a los campos
de concentración. No pensaban en las consecuencias de lo que hacían.
A mi parecer, para pensar hace falta corazón.
Ricardo García Nieto.