La negligencia de este gobierno sobrepasa con
mucho las dimensiones del autoritarismo: manosea a su antojo la democracia y la
justicia hasta hacerlas a su imagen y semejanza. Nos pone ante los ojos el
espejo del fracaso y parecemos aceptarlo; hasta lo hacemos nuestro. No hay
perversidad mayor que la de arrancarle el alma a un pueblo: robotizarlo. Los
españoles sudan y se lamentan desde su propia substancia. Y al hacerlo se
agotan. Pierden el futuro lo mismo que un tren. El último tren. Nuestros
quebrantos son el dividendo de unos pocos elegidos. Y aceptamos este hecho con
morbosa naturalidad: “es lo que hay. Así están las cosas”.
Cuando el gobierno alardea de sus proezas
económicas, me siento como el esclavo romano, encadenado a su remo en las
galeras, al que un tribuno anuncia la conquista de tierras a los bárbaros por
parte del Imperio. Para el esclavo nada cambia. El descenso de la prima de
riesgo y el alza de las bolsas en nada mitigan la precariedad laboral, las
agonías económicas, el estrés de la competitividad o la ausencia de coberturas
sociales. No hay ganancias para él. Estos ficticios éxitos, propios de un país
a saldo, son la manera de borrar el atisbo de principios nuevos, que condujeran
a otro modelo de sociedad. La masa no informada del saqueo de este país puede
creer que la solución de todo está en esos datos lejanísimos de su horizonte
vital de sucesos. Tiene fe en la mentira que identifica la prosperidad de los
amos del dinero con la de los cada vez menos dueños de su trabajo.
La atracción que nuestro gobierno hace del mal ha
devuelto los mercaderes al templo; es más, los ha instalado en nuestros
corazones. Estamos espiritualmente rotos. Nuestros perfiles se han acusado. Y
nos acusan. Si un pintor con alma nos retratase, veríamos en su lienzo a seres
tan ajenos como grotescos. El retrato de Dorian Gray cobra vida hacia la
perversión; el nuestro nacería de ella. Los monstruos de la resignación
deforman sus vidas y las de sus hijos. El porvenir les aúlla y no lo oyen.
Mientras tanto, hablarán los expertos, que
siempre se equivocan, sobre el próspero mundo al que nos dirigimos como reses
al matadero. Esta euforia sin motivos se contagia con tan poco decoro, que a
uno le dan ganas de hacer lo que Martin Heidegger le escribía a Ernst Jünger en
junio de 1965: lo mejor es quedarse en la propia habitación de uno y ni
siquiera mirar por la ventana.
Ricardo García Nieto