El mar levanta muros que de inmediato
se desmoronan. Nuestro viejo navío sube y baja sobre la espuma. En mi camarote
se caen los libros. El capitán sube al puente con aire de despreocupación y ordena mantener
el rumbo.
-Las tormentas son como los
cigarrillos -dice, encendiéndose uno-: se consumen.
Hay risas y un intercambio de voces
en una jerga extraña.
Unas horas después, la tormenta
parece agotarse. O simplemente se va en dirección contraria a la nuestra,
cobrando más fuerza si cabe. Nunca lo sabré. En circunstancias adversas, el
capitán y sus oficiales se convierten en un círculo esotérico. Igual que los
gobernantes tienen su liturgia y teología del dinero, los navegantes la tienen
del horizonte y las olas. Los demás somos como fantasmas, meras apariencias
incapaces de discernir.
Al día siguiente tocamos puerto y
desembarcamos. Pisé de nuevo el siglo XXI, su publicidad narcótica, sus
grotescos ocios, sus hombres convertidos en máquinas. Almas manoseadas y en
venta. Tuve la sensación de haber dejado atrás una tormenta para adentrarme en
otra.
Tras la ventanilla de mi taxi, cruzan
la calle vivos y muertos sin que se perciba el abismo que los separa.
Ricardo García Nieto.