El 11 de marzo de 1907, el New York Times se hizo
eco de los experimentos que Duncan MacDougall realizaba con moribundos, pesándolos
durante su fallecimiento. En una balanza, dispuesta bajo una plataforma con una
cama, cuya probabilidad de error era de tres gramos, colocaba a sus
tuberculosos, voluntarios y en fase terminal, y observaba la diferencia de peso
que se producía en el momento de la muerte. Y aventuró una hipótesis: el alma
podría pesar entre 18 y 21 gramos. MacDougall también midió la pérdida de peso
consecutiva a la muerte de 15 perros con su balanza y no constató ninguna
diferencia.
Tal vez el peso del alma sean esos 21 gramos. Tal
vez esos 21 gramos simplemente sean el peso del último aliento, el aire que
exhalan los pulmones en el momento de la muerte. Quién sabe. Pura gravimetría
que suena a cómputo de narcotraficante. ¿Qué perdemos al morir? ¿La vida, los
recuerdos, la capacidad de amar y ser amado? No: perdemos 21 gramos.
Pero, ¿adónde se van esos 21 gramos? ¿Somos
nosotros los que nos vamos en esos 21 gramos?
En el año 2003 se rodó una película basada en
esta conjetura de MacDougall. Se trata de una obra maestra y se titula,
precisamente, “21 Gramos”, dirigida por Alejandro González Iñárritu, interpretada
por Sean Penn, Benicio del Toro y Naomi Watts, y basada en un guión de
Guillermo Arriaga. Terminaba con el siguiente monólogo de su moribundo
protagonista:
¿Cuántas vidas
vivimos? ¿Cuántas veces morimos? Dicen que todos perdemos 21 gramos en el momento
exacto de la muerte. Todos. ¿Cuánto cabe en 21 gramos? ¿Cuánto se pierde? ¿Cuánto
se va con ellos? ¿Cuánto se gana? 21 gramos: el peso de cinco monedas de cinco
centavos, el peso de un colibrí, de una chocolatina… ¿Cuánto pesan 21 gramos?
La pregunta también podría ser: ¿Qué hacemos con
esos 21 gramos antes de perderlos?
El mundo que nos ha tocado padecer nos invita a
rechazar cuestiones de este tipo. O somos esclavos. O somos burgueses que
ignoran ser esclavos. En 21 gramos caben ambas posibilidades.
Los 21 gramos del hombre moderno se pasean por
los pasillos de los supermercados y se ven superados por el afán de adquirir y
consumir. Cada cual, quien puede, llena ritualmente su carro de la compra y se
cree libre eligiendo productos innecesarios igual que el antiguo esclavo se
permitía elegir los parásitos que se quitaba de la piel o del cabello. Las
mercancías vociferan con urgencia desde estantes y escaparates. Llévame
contigo, parecen decir, te sentirás gratificado durante un rato, aunque después
te olvides de mí. Y el buen burgués (o la buena burguesa) se pasa la tarde
convenciéndose de lo maravilloso que es su nuevo reloj, su crema para el cutis,
su bolso o su ordenador. ¿Qué más se puede esperar de la vida antes de perder
los 21 gramos que nos corresponden para el más allá?
21 gramos. Ni siquiera la luz del sol pesa tanto.
Aunque sea igual para todos los hombres. Un pájaro de 21 gramos se eleva de una
rama y navega por el viento hasta posarse en la ventana de mi biblioteca. Lo
miro. Mueve su cabeza de un lado a otro como si vigilase los cambios de postura
del aire. Después mete su pico en su plumaje, buscando un don que nunca
encuentra. Y trina y alza el vuelo sin saber que su música se queda en mi
ventana, por donde el sol, el mismo sol que brilla para todos los hombres, pone
sus dedos sobre algunos libros que leí en mi niñez. Pasan las horas. Su mano
anaranjada de media tarde me señala títulos de filosofía que no me sirvieron de
mucho y en donde la existencia sigue dando saltos de página. Con el ocaso, esa
luz, más venosa y anciana, toca otros volúmenes: los más decadentes, que se han
ido amontonando por inercia. Podría salvar veinte, tal vez cincuenta libros que
merezcan la pena. No caben muchos más en los 21 gramos que me han tocado. La
oscuridad y el frío llegan a los estantes, a esos volúmenes que son como naves
estelares. O como nichos. Recipientes donde queda mi memoria, la vida que pasó,
que irá pasando hasta convertirse en un suspiro.
Un suspiro que, por muy rigurosa que sea la balanza
que lo pese, jamás se sabrá adónde irá.
Ricardo García Nieto.