En la obra
de Luciano de Samósata, “Diálogos de los muertos”, Caronte advierte que su
barca está carcomida y hace aguas por muchos sitios. Y pide a los viajeros que
se libren de todo peso, que suban desnudos, sin prendas ni equipaje. Pero va más
allá: al atleta le pide que se libre de sus excesivas carnes y músculos; al
seductor, de la hermosura de sus labios; al tirano, de su soberbia… Ni siquiera
se salvan los políticos: el orador que embauca es despojado de su vanagloria,
de su charlatanería, de su frivolidad, de su desvergüenza, de su mentira y de
su prepotencia. La lección es clara: toda aureola tiende a deshacerse y toda
vanidad de la ambición humana no es más que una sombra. Quienes viven de la
cantidad viven de la perdición. Atesorar objetos, dividendos, votos, amores
consumados, títulos y libros en cualquier biografía escrita o por escribir es
como ponerse medallas de arena. Suma y sigue, no pares, llena tu espacio y el
de los demás hasta que no quepas ni siquiera tú mismo.
El reino
de la cantidad es efímero aunque se prolongue generaciones. Sus reyes y
vasallos apenas cuentan con unas decenas de años sobre un planeta injusto para
gozar o creer que gozan de la cantidad y su torpe prestigio. Quienes viven en
ese reino caminan hipnotizados sobre su propia sombra, con el sol siempre por
detrás. No hay nada oscuro en ella hasta que tropiezan y caen. Y comprueban su
dureza. Olvidan que no hay gramo, centímetro o cifra que puedas llevarte en la
hora señalada. No hay currículum que resista; no hay sangre azul que aguante;
no hay popularidad o riqueza que no se esfume cuando su dueño cierra los ojos
por última vez. Como una tormenta hacia el más allá, empuja el amor que dimos
un día.
Ricardo
García Nieto