En este mundo de consumo sin límite, codicia, afán de notoriedad y sed de poder, nos hace falta una buena experiencia de muerte y renacimiento. Volver con la sabiduría de lo definitivo, tener la certeza de lo mínimo que es el mundo, de que los egos se inflaman con las fruslerías que nos proporciona la sociedad y de que los corazones se agitan con los fantasmas que pueblan los vertederos de nuestra mente: que nos quieran, que nos oigan, que nos obedezcan. Yo soy el jefe de no sé qué o el encargado de no sé cuánto. Tengo uno, tengo dos, tengo tres...Y hay que ver lo feliz que me siento con este traje, con este cuerpo de anuncio, con este título de pitiminí. Y un día, de repente, llega la vejez con su suave manto a decirnos que todas aquellas miserables grandezas no fueron nada, y que lo que queda por delante es experimentar la gracia de la liberación que nunca buscamos. Tal vez nos baste con caer en la cuenta de lo que es la vida cuando ya se vaya apagando. Pero muchos no lo harán ni con el último aliento.
Afortunados
los que exploran la desconocida tierra del espíritu, los que meditan o los que
oran, los que intuyen que la muerte es un regreso a casa y que la vida es un
juego en el que nos involucramos como ludópatas. Sobre todo en el mundo
civilizado.
Dichosos
los que van hacia adentro para salir hacia afuera, más allá de todas las
afueras. Son invulnerables. Ningún agravio les sacará de adentro. Habrán
adquirido una forma de ser que les llevará a hacer sencillamente lo que tienen
que hacer sin esperar nada a cambio. Lo demás llegará por añadidura. Ellos son una
forma de ser que anhela a un ser sin forma: Dios, lo absoluto, el limbo
cuántico… Podemos darle el nombre que queramos.
Agustín de
Hipona decía que de nada sirve buscarlo fuera de uno mismo. Es evidente que
Dios no es evidente si lo buscamos afuera. Y mucho menos si consideramos el
problema del Mal en el mundo. ¿Dónde estaba Dios cuando esto, aquello o lo de
más allá?
Albert
Schweitzer, como tantos otros, es un ejemplo de quien se atrevió a mirar desde
lo alto bajando a lo más hondo de su corazón. Médico, filósofo, teólogo y
músico. Escribió una docena de libros e innovó en el modo de interpretar la
música de Bach. Su estilo es hoy día un referente para los estudiosos de este
compositor. Se pasó media vida en Lambarené, Gabón, donde construyó un hospital
con su fortuna personal y con cuanto ganaba con sus publicaciones. Allí trató a
millares de enfermos de todo tipo, incluyendo a trescientos leprosos. Cuando el
dinero se agotaba, volvía a Europa a dar conciertos con los que pagar los
gastos de los tratamientos de sus enfermos. Me gusta imaginarlo por la noche,
acompañado por el murmullo de la selva, interpretando las piezas de Bach en su
órgano: una forma de hablar con Dios tras un largo día de una vida llena de
sentido. Fue Premio Nobel de la Paz en 1952, cuando este premio todavía
significaba algo. No fue a recogerlo personalmente por estar muy ocupado en su
labor médica, pero aceptó muy agradecido el dinero del premio para seguir
sufragando su hospital. Vivimos en una época peligrosa, decía. El ser humano ha
aprendido a dominar la naturaleza mucho antes de haber aprendido a dominarse a
sí mismo.
Es
evidente que Dios no es evidente; pero hay quienes lo llevan, como Albert
Schweitzer, sobradamente adentro.
Ricardo
García Nieto