Durante
el verano de 1994, me quedaba debajo del agua sin respirar, con los
brazos extendidos. Crucificado en mi libertad, sentía algunos pececillos
en mi costado inmóvil. Conforme pasaban los minutos, la apnea era más y
más placentera. Sepultado en el agua, como un niño en el vientre
materno, me sentía regresar a casa, a ese lugar sin cuerpo ni tiempo del
que fuimos arrojados. La hipoxia de mi cerebro me regalaba un estado de
conciencia del que no quería volver. Pasados los tres minutos, ya no
había sensación de agobio. Después, algún calambre, como un despertador
orgánico, me hacía mirar mi cronómetro. Era el momento de decidir si
salir o no. Y retornaba a la superficie. Nunca me atreví a proseguir más
allá de los tres minutos y medio, aunque fuera feliz. La conciencia
ordinaria se imponía a su idílico estado. Jamás he vuelto a practicar la
apnea.
Hay una mística en la suspensión de todo. Un modo de abrazar lo que abandonamos en la eternidad.
Ricardo García Nieto