Al anciano le visitan sus muertos; es su aprendizaje para el más allá.
Al hombre de mediana edad le visita su sombra; juega a conocerla.
Al
niño le visitan sus amigos imaginarios; le recuerdan que vinieron con
él a este mundo. Pasada una edad, se habrán vuelto invisibles. Como todo
lo eterno.
Resistirse
a los cambios es un gesto galante para con el alma, esa viajera que
llevamos adentro y que resulta ser nosotros al final del viaje.
Resistirse es reclamarse. Después de la claudicación, el aroma de aquel
gesto sigue en algún sitio. No se pierde.
Digo
esto por la cuestión del sentido. Por la finura con la que el corazón
te insinúa que hiciste lo correcto. Declaración etérea. Aunque luego
acelere su ritmo con las secuelas que la corrección produjo. Respuesta
orgánica.
Hay
una correspondencia permanente entre el abanico de la intuición y los
molinos del cuerpo. Dura toda la vida. También la hay entre las
irradiaciones del niño en su expansión y el recogimiento de la senectud.
Quevedo escribía:
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
Los
muertos de Quevedo eran autores. Los de nuestros días gozan de buen
atrevimiento, de saneadas cuentas y lujos. No le han dejado al tiempo
pronunciarse sobre sus dones. Cuando lo haga, los muertos seremos
nosotros. Y habremos devorado libros, filmografías, músicas, obras
dispuestas para el desvío de nuestra atención.
El
Big-Bang, la gran explosión, es un modelo del universo que casa
bastante con el crecimiento de cualquier ser humano, con el niño que se
dilata en cada cosa o quehacer o con el joven que todo lo toma y a todo
se aventura. El hipotético Big-Crunch, la gran implosión del universo,
es su regreso al punto de partida, encaja en los huesos y músculos de la
vejez tanto como en el racimo de lejanos recuerdos que afloran
inesperadamente, como trozos de pan que señalan el camino de vuelta.
Es
el movimiento lento de la respiración del cosmos, que emulamos con
nuestros pulmones millones de veces. Y con nuestra biografía una única
vez.
Este movimiento es, igualmente, el “corsi e ricorsi” de Giambattista
Vico, el curso de ida y el recurso de vuelta, sobre el que se
sustentaba la tesis de que la Historia es recurrente. ¿Acaso no la véis
-nos diría- volver sobre sus pasos en vuestro país?
Es
cierto que, como sociedad tecnológica, podíamos estar abocados a la
destrucción. Y cabe la pavorosa posibilidad del regreso lineal, de pasar
del lenguaje de las leyes a las voces de mando; y de ése lenguaje de
las armas a la liturgia muda de los sacerdotes en las sociedades
antiguas. Pero también cabe un retorno al origen, no como masa, sino
como individuos en consonancia con la naturaleza.
Somos un arma de doble filo: el filo de las multitudes y el del sujeto irrepetible.
La masa no habla con sus muertos. No se deja aconsejar. No quiere recordar la Historia.
El anciano ya sabe que hay más verdad en lo invisible que en cuantas cosas sus ojos se pusieron.
Debiéramos aprender de lo inasible, dejarnos abanicar por la intuición, darle sentido a cada gesto y mirada.
Debiéramos
vernos cuando nos sacudimos la culpa. Reconoceríamos al niño, a sus
amigos de leyenda, a quienes fuimos antes de ser arrojados a este mundo.
Ricardo García Nieto