jueves, 26 de diciembre de 2013

CUENTO DE AÑO NUEVO


Cada fin de año me visita un amigo que murió hace mucho tiempo. Su apariencia es la misma que tenía cuando partió: pelirrojo, nariz aguileña, desgarbado y con una sonrisa un pelín cínica. Una hora antes de la euforia colectiva de las doce, se deja caer en un sillón, el que hay frente al de mis lecturas, y hablamos de todo un poco. Este ritual se ha venido produciendo durante dos decenios, desde que cayera de su balcón.
No suelo celebrar el tránsito de un año a otro. Al atardecer del 31 de diciembre, apago el televisor y tomo un buen libro. Vivo en una casa aislada en el campo. Cuando aparece mi amigo, sé que las campanadas del pueblo más cercano llegarán a mis oídos en una hora.
Las dos primeras veces que me visitó, lo sometí al interrogatorio lógico que debiera darse entre un vivo y un muerto: cómo moriste, por qué, qué se siente al dejar el cuerpo, qué hay más allá de la vida… En su tercera visita, hablamos de nuestros recuerdos compartidos, del sentido de este o aquel hecho, grande o pequeño, que vivimos, si había visto o no a algún amigo común que también falleció… A partir de la cuarta visita, las curiosidades se me apagaron y lo recibí como si aún siguiera vivo, fluyendo yo con la naturalidad que presta el deshacerte de las categorías fantasmales.
Hoy va a ser un encuentro distinto. Hace dos meses sufrí un infarto masivo mientras releía “El paraíso perdido” de Milton. Fallecí, pero no caí en la cuenta de mi deceso y seguí leyendo hasta el final. Supongo que no advertí el túnel y la luz que suelen conducir a las almas descarnadas. Nadie ha venido a casa desde entonces. Supe que estaba muerto al no verme los pies. Y me asusté. Me sentí como el viajero que ha perdido su avión. Mi avión al otro lado de la muerte.
Espero a mi amigo para que me conduzca, para que me saque de aquí, para que me dé el mapa y la brújula que los espectros utilizan entre ambos mundos. Cuando den las doce, habrá empezado un nuevo año para mí: el definitivo.
Mientras tanto, lo espero como de costumbre, leyendo un buen libro.


Ricardo García Nieto