Paseo
por los cementerios como si se me hubiera perdido algo en ellos. Los
cipreses, cansados de vivir en su tópico, me saludan con sus pájaros.
-Otra vez por aquí…
-Ya veis, lo mío no tiene solución –les digo.
-Lo nuestro tampoco.
Las
calles de los cementerios tienen un frenesí de vida que ya quisieran
para sí las de las ciudades: gatos, avecillas, nubes de insectos,
flores, brisas con dientes de león y polen… Y ese otro frenesí vuelto
del revés: el del silencio.
Nadie mercadea. Nadie seduce. Nadie impone.
Los caracoles sacan sus cuernos con su acaramelado brillo. Hablan despacio:
-Hermosa mañana…
-Espléndida –remato yo.
-El sol no engaña –asevera el más viejo, girándose en lo alto de un crucifijo.
Huelo
a jazmines al doblar una esquina. Un panteón me hiela con su sombra.
Una estatua lo preside: un monje con capucha y rostro de calavera lleva
en sus brazos a una niña. A la chiquilla, con la cabeza ladeada, se le
aprecia una sonrisa dulce. Y los ojos cerrados. Como si tuviera un sueño
feliz. No sé por qué. Pero pienso en el recién nacido de los belenes.
A
pocos metros de allí, está el banco de mi cita. La veo llegar con su
chaquetón de invierno y sus vaqueros. Ligera sombra en los ojos, tenue
pintura en los labios.
-Otra Navidad más –me dice al sentarse-. Y otra menos.
-Así es –afirmo, tomándole las manos-. Respiremos juntos este aire.
-Nada hay que decir –asevera ella.
-Nada, cariño mío.
Permanecemos
juntos hasta que anochece y regresamos cada cual a nuestros lechos
cálidos, bajo la tierra y las lápidas con nuestros nombres casi
borrados. Es curioso: ya no recuerdo cómo me llamaba. Ni me interesa
saberlo.
La luna nos despide un año más con su fría claridad.
Ricardo García Nieto