Crecieron
juntos. De adolescentes, vivieron el bombardeo de la Legión Cóndor sobre
Cartagena. Y el viento de la guerra los separó. Uno perdió la batalla del Ebro
y se exilió a Rusia, donde se alistó en el ejército de Stalin. El otro ingresó
en la División Azul para enfrentarse a los rusos en la frontera del río Don, al
lado del ejército de Hitler. Nieve, ríos helados, francotiradores escondidos
bajo un árbol, fuego de morteros y cañones, casas incendiadas, violaciones,
juicios sumarísimos con tiro en la nuca. Se convirtieron en lobos. Y miraban
como lobos capaces de comerse a sus propios hijos.
La
escaramuza se inició al cruzar el río y tomar una posición en territorio
enemigo. Y terminó en una lucha cuerpo a cuerpo. Allí se encontraron con
uniformes diferentes y la bayoneta calada hacia el vientre del otro. Se miraron
como lobos y se descubrieron paralizados por una inocencia vieja, que les hizo
abrazarse y rodar hasta un socavón de estupor. A la mierda esta guerra.
Se fugaron
en una aventura de escondites bajo la nieve, ocultamientos bajo el barro o el
polvo del asfixiante verano ucraniano. Hambre. Canibalismo. Cuerpos poseídos
por el miedo y la furia. Una noche demasiado oscura, pusieron el filo de sus
bayonetas sobre sus muñecas y se miraron largamente, como se mira al mar. Pero
el viento les dijo que no, que habían de envejecer juntos y morir con honor.
Ahora, con
90 años sobre los hombros de cada uno, frente a los patos, dejando su nieve de
pan sobre el agua verde, con el rostro señalado por una violencia antigua,
troyana, ancianos marcados por el hierro de todos los infiernos, recuperan su
mirada de lobos y esperan a que el presidente del gobierno inaugure las
instalaciones de su residencia para la tercera edad.
Lo odian.
No se han dejado el alma para vivir bajo la tiranía de un imbécil, que sólo se
dedica a buscar fisuras legales por las que pisotear los derechos humanos.
-Ese
muñeco no sabe la que le espera –dice uno.
-Nunca ha
tenido ni pajolera idea –responde el otro.
Parecen
gruesos. Cada uno lleva bajo su abrigo más de tres kilos de diferentes
explosivos, que nadie sabrá nunca de dónde han salido. Se levantan y se
acercan, pesadamente, a la comitiva gubernamental.
-En este
país ya no hay huevos –dice uno.
-Siempre
nos toca a nosotros ajustar las cuentas –responde el otro.
Minutos
después, desaparecen en una deflagración salvaje.
Ricardo García Nieto