Si
la conociera, el ser humano se quedaría temblando ante su propia
grandeza. No termina en su piel, no tiene lindes. Sus contornos son una
forma de expresar que existe. No hay leyes ni códigos morales que lo
circunscriban a éste o aquel papel en el escenario. Cuando es
consciente, el mal se hiere con su propia boca. Nada hay que decir para
hacer lo correcto. El silencio paraliza dragones, aquieta pulsos, aplaca
la pluma que en los decretos mata de frío y hambre. No hay imágenes que
le muevan al desasosiego. El miedo se emborrona en su inmaculada
cuartilla. Su mancha reposa en los bordes de cualquier propaganda, en el
estricto bostezo de las urnas electorales.
Si
lo conociera, el ser humano huiría de su propio rayo. Su fuerza sería
capaz de abrir los cielos y la Tierra. Atravesado por él, cruzaría eones
de culpa y maldición hasta encontrarse en el niño que jugaba, quién
sabe con qué, a olvidar lo que era antes de venir a este mundo.
No existe la pérdida. Sólo hay ocasiones para el recuerdo y los encuentros.
En eso consiste la vida: en encontrarse y recordar. En obstinarse en la luz.
No habrá justicia sin esa insistencia. Ni para los corazones rotos, ni para los pueblos fatigados por sus reyes y gobernantes.
Ricardo García Nieto