Cuando
seas tu primer juez, no habrá remordimientos ni castigos. Sabrás desde
lo hondo qué es lo que procede. No serás tu verdugo ni tu víctima. Y
mucho menos el animal cegado que conviene. Cuando seas tu primer juez, serás libre.
La culpa aprende rápido. Se adapta. Tiene sus camuflajes. Y sabe sorprenderte.
Nuestra
cultura está fundada sobre la culpa. Tuerce voluntades, apaga, turba e
insufla los ánimos oportunos: aquí la guerra; aquí el silencio; aquí la
laboriosa complacencia. El pecado original consistió en que supieras lo
que de ti se esperaba. Y a partir de ahí, miles de ensayos con sus
errores y consecutivas reprimendas. Ahí se cimentó la culpa, quitándole
grandeza a los errores, no dejando que se transformaran con el tiempo en
los mejores aciertos. La entrometida idea de pecado se convirtió en la
soga que colgaba del futuro.
¿Cómo salir de la cotidiana red de incriminaciones?
Los cepos son para quienes los pisan.
En 1937, César Vallejo escribió un poema en el que decía:
Va corriendo, andando, huyendo
de sus pies…
Adonde vaya, […]
a fin de huir, huir y huir y huir
de sus pies –hombre en dos pies, parado
de tanto huir- habrá sed de correr.
Como
podemos ver, los versos corren igual que el hombre que huye, que no
puede salir de su sufrimiento. Me columpio sobre ellos para dar cuenta
de una idea: la culpa nos para en medio del movimiento. La culpa nos
hace morir una y otra vez. La culpa nos aplasta contra la vida.
Los seres humanos sin culpa, están tan cerca de lo angélico que pueden ser mensajeros.
Cuando seas tu primer juez, los salvadores del mundo llegarán tarde a su cita.
Ricardo García Nieto