Voy
a escribir un texto inútil. Parar el tiempo con una exaltación del alma
sería como detener el océano con un chapuzón. La exaltación va nublando
hasta deformar la realidad, que cede en el clímax para resarcirse
después con el abatimiento. Punto y final.
La
experiencia tiene mucho de numinosa. Pero el arrebatamiento de la
exaltación no se hace tan prolongado como en la experiencia mística. E
invita, engañosamente, a la suma compulsiva de convulsiones más que de
encantamientos.
¿De qué estoy hablando?
Seguro
que quien me lea lo sabe. Hemos vivido la experiencia del arrebato.
Pero hay quienes se empecinan en detener el tiempo con una ley, perenne
en el papel aunque inaplicable en la práctica; con una filmografía al
alcance de nuestros nietos, aunque desterrada en las simas del olvido;
con un libro de éxito, cuyo papel tendrá una vida de noventa años, pero
que más allá de los volúmenes de ventas publicitados no dejará de ser un
peso muerto.
El
error está en la querencia de sujetar el tiempo. ¿Lo pretende la
avispa, el castor, la medusa o el tigre? Ni siquiera lo atisban por
instinto.
Nada se puede sujetar en un proceso de huída.
A nada puedes aferrarte al escabullirte.
Nada te seguirá cuando bajes los párpados por última vez.
Los dioses no detienen el tiempo; dejan que vuele cual pajarillo que sueltan de sus manos.
Aspirar a lo divino es dulce.
Pero
más cerca de la divinidad está el ronroneo de una gata que la ardorosa
busca de escapes o compensaciones. ¿En qué nos estamos convirtiendo?
La emoción más fuerte es la más querida.
El espectáculo que en mayor medida avive nuestras pasiones es el de unánime querencia.
Tachamos con lo primario la verdad última.
Hay lastres en nuestros suspiros.
Plomos en la inmediatez.
¿Dónde estabas cuando te fuiste?
Ricardo García Nieto