El
2 de noviembre de 1848, Edgar Allan Poe intentó suicidarse. La pérdida
de su joven esposa, las penurias económicas, la caterva de rufianes que
escribía contra él o que, sencillamente, le hacía la vida más difícil,
le llevaron a beberse un frasco de láudano. ¿Quién, en tal ensamblaje de
infortunios, no ha deseado disponer de un paracaídas con el que
arrojarse de este mundo incendiado, de este avión abatido a punto de
estrellarse?
Poe
apuró su frasco de láudano. Pero sobrevivió. El incidente, como
cualquier otro acontecimiento que proyecta su sombra con anterioridad,
fue la anticipación de su muerte, acaecida un año después.
A
Poe lo hallaron el 3 de octubre de 1849 tirado en el suelo, con ropas
ajenas, delirando. No se sobrepuso del “delirium tremens” que padeció
durante tres días. Y murió. Tenía cuarenta años. ¿Qué le condujo a ese
estado? No se sabe a ciencia cierta, pero prevalece la “tesis del
gallinero”.
El
día que lo encontraron era electoral en Baltimore. Había, entonces,
bandas organizadas de “agentes electorales” que secuestraran a mendigos o
a simples paseantes en una calle solitaria. Los encerraban en un antro, al que llamaban "gallinero",
donde se les emborrachaba o drogaba, y cambiándoles sucesivamente las
ropas, se les paseaba por distintos colegios electorales para que
votaran a un partido determinado. Después, los abandonaban en cualquier
sitio.
Perder
a un ser querido, vivir precariamente, ser demonizado… Las fatalidades
siguen siendo las mismas. Siempre lo han sido. Lo que ha cambiado
sutilmente desde los tiempos de Poe ha sido el gallinero. Ya no es un
antro clandestino, sino nuestra propia casa. Y las drogas que nos
suministran para llevarnos a votar no son el alcohol o los opiáceos,
sino el hipnótico runrún de radios y televisiones, y los mandalas de la
prensa. ¿A quién vas a votar? No lo sé. Si no votas ganarán los de
siempre. Es hora de confiar en estos, en los otros, en los de más allá…
Nos han convertido en agentes electorales, ovejas que se vigilan unas a otras en la nube del rebaño.
¿Alguien, en su sano juicio, puede negar que vivimos en una constante campaña electoral? ¿Cuántas veces, desde los medios, nos golpean las siglas de los partidos políticos a lo largo de un día? ¿Quinientas veces? ¿Mil?
La
propaganda, como las olas a la orilla de nuestras almas, nos va limando
como a guijarros, como a redondas piedrecillas que difícilmente se
distinguen.
Los
personajes de Poe que más me gustan son los que se confiesan en los
límites de la cordura a consecuencia de las vivencias que se disponen a
narrar. Son proféticos en tanto describen el estado psicológico del
hombre del siglo XXI. La abominación del desempleo, el terror a verse en
la calle, hace que las visitas a psiquiatras y psicólogos, y el consumo
de ansiolíticos y antidepresivos hayan crecido exponencialmente en
pocos años. En este aspecto –y en muchos otros de los que ahora no
daremos cuenta- Poe fue un visionario. El desequilibrio al que nos
someten sus cuentos tiene mucho de sí y tanto o más de nosotros.
Los
últimos días de Edgar Allan Poe parecen escritos por él mismo. Nos
llegan como un eco. Quizá como una advertencia: salir de un gallinero
para morir se está convirtiendo en una forma de vida.
Ricardo García Nieto