Es
muy débil la línea que separa la ilusión de la desesperanza. Tan
endeble como la frontera existente entre el genio y la locura. Los
sentimientos, como los dones, gozan de bruscos movimientos pendulares.
Los espejismos de la mente confluyen con los del corazón. El ser humano
es vulnerable. Y por eso vulnera.
En
ocasiones, el destino se asocia con el accidente o la enfermedad para
la morbosa unión de los opuestos: el hombre de prodigiosa memoria padece
Alzheimer, a la pianista le sobreviene la parálisis de sus manos, y el
gran observador se queda ciego por un edema. Es lo que conocemos como
fatalidad.
La
naturaleza también hace sus contrapesos: lo más pequeño muta a gran
velocidad, como en el caso de los virus, para convertirse en verdugo de
lo más grande y complejo. Y si nos fijamos en los trastornos del alma,
no nos resultará arduo hallar semejantes nivelaciones: el complejo de
inferioridad, por ejemplo, es una fuerza psíquica que empuja a lo más
alto de cualquier jerarquía: dictadores o emperadores bajitos,
catedráticos de corto alcance, actores y actrices que pusieron de moda
con sus rostros lo que los cánones de belleza nunca contemplaron.
La
crisis económica es muy dada a cambios de polaridad: del bienestar se
pasa rápidamente a la mendicidad. Y de la paz social a la ira. Lo que no
muta es la ignorancia de las causas, de los causantes y de lo
verdaderamente causado. Esos misterios nos entretienen y nos hacen ir de
la versión oficial a la conspirativa. Hoy me creo esto; mañana, lo
otro. Las creencias también tienen su crestas y sus valles. Alguien baja
al infierno y se lo encuentra vacío. Y quienes emigran al paraíso
europeo se encuentran con todos los demonios.
Al
final, caes en la cuenta: los héroes de ficción duermen con sus
monstruos lo mismo que el mar con sus ballenas. Y el individuo, como los
imperios, tiene su auge y su caída. Todos llevamos adentro la cima del
Everest y la fosa de las Marianas. Es muy débil la línea que separa la
ilusión de la desesperanza.
Ricardo García Nieto