El
momento más trascendente de la historia de España cuenta con
protagonistas simiescos. Me refiero a los políticos. Asomarse a los
periódicos es ver una obra de gravedad calderoniana interpretada por
gorilas. Los nuestros mastican las leyes, las escupen, las machacan con
sus manos y nos las hacen tragar cual si fuéramos de su misma especie.
Pero no. No somos como ellos.
La
palabra gorila deriva del griego γόριλλαι (gorillai). Aparece por vez
primera en el “Periplo de Hannón” (siglo V a.C.), almirante cartaginés
que zarpó de Cartago y llegó, bordeando la costa africana, al golfo de
Guinea. Allí, los salvajes gorillai atacaron los navíos. Y los
cartagineses se defendieron: “y no logramos apresarlos –decía Hannón-
porque se escaparon trepando por los riscos y rechazándonos con
piedras”. Siguiendo con el símil, ¿no se escapan los corruptos que nos
gobiernan trepando por los riscos de la justicia? ¿No hacen uso de las
leyes cual si fueran armas, piedras que arrojasen sobre nuestras
cabezas?
Nuestra
civilización ha dejado el poder en las manos de unos cuantos gorilas.
Su intención es ilegalizar al ser humano, sitiarlo con las leyes,
someterlo.
Pierre
Boulle escribió su “Planeta de los simios” en 1963. Retrataba un mundo
en el que los gorilas eran la clase política, empresarial y militar.
Dirigían su sociedad con altanería y escasa fluidez intelectual. Y
cuando escribían libros, se preocupaban más por la forma que por el
contenido. ¿A qué nos suena todo esto?
Pierre Boulle hizo un viaje en el tiempo desde 1963 hasta nuestros días, poniéndonos delante de los ojos una distopía (δυς, malo; τόπος, lugar), una sociedad indeseable y, por desgracia, demasiado parecida a la que soportamos.
Ulises
Mérou, el protagonista de la novela, emprende su odisea para comprender
el origen de la civilización simiesca y se descubre a sí mismo como el
último hombre.
Somos
incompatibles con un mundo sin derechos humanos. En esa
incompatibilidad, hemos de reconocernos los últimos ciudadanos libres.
Ricardo García Nieto