Halloween
es la fiesta nacional de España. Todos los muertos juntitos,
disfrazados, disfrutando de su más allá en el más acá. Y es que España
vive de ultratumba. Vampiros y licántropos de cervecerías; jovencitos de
muertos vivientes; brujos y brujas de tócame y no me mires… Y
calabazas, tantas como las que nos dan cada vez que nos examinamos de lo
que sea. Es una noche apasionante: bebemos, reímos y saltamos como si
no volviera a amanecer. Como si celebráramos el Apocalipsis. Pero
amanece. Y este país vuelve a comportarse lo mismo que un cachorrillo
zalamero, moviendo su cola jubilosa cuando los mercados le muestran una
salchicha que nadie sabe de dónde sale.
Ahora,
admirando la procesión de las ánimas en mi calle, cual si fueran
hinchas de un equipo de fútbol, pienso en los chinos que han vendido
maquillajes, ropas, pelucas, capas, dentaduras de Drácula… Y cuyo
gobierno no para de comprar oro, materias primas, alimentos… ¡China está
importando arroz! ¡Un 400% más este año! ¿Para qué Halloween se estarán
preparando?
Me
quito a los chinos de la cabeza y un no sé qué sube por mis rodillas.
No he visto a ningún enterrador desde que empezó la fiesta. ¿Dónde
estarán? Sé que los mejores se sientan en el Consejo de Ministros, pero
hay muchos, medio millón según cuentas profanas. ¿Se habrán disfrazado
también? Mi gata ronronea entre mis piernas y me mira. Es una gata
sabia, tiene un aire de reencarnada en felina por elección propia. Me
sigue mirando y creo que hasta puedo leer sus pensamientos: eres un
aguafiestas.
Ricardo García Nieto