Hace
diez años que no juego al ajedrez. Me apasionó desde mocoso, cuando mi
padre me enseñó que la decencia de una partida era semejante a la de la
vida. Es curioso… Ahora que lo pienso, creo que jamás le gané, ni
siquiera cuando tuve la petulancia de ejercer como profesor de ajedrez
durante dos años. El genio natural de mi progenitor se imponía a toda
estrategia. Y sí, tenía razón: el ajedrez se parecía demasiado a la
vida.
Las
aperturas (abiertas, semiabiertas, cerradas o de flanco) eran la forma
que tenían los contendientes de salir de su útero para encontrarse; los
sistemas de defensa o ataque, una actitud ante el mundo; el medio juego,
una madurez a la que se llegaba con demasiadas heridas; el final, una
agonía que se podía retrasar o un golpe de gracia que, inexorablemente,
habría de darse. Jaques, sacrificios, celadas… Y la soledad de un rey
que, de tanto sospechar, intuir o ver, perdía algo más que su prestada
corona. ¿A quién queríamos matar? ¿De qué huíamos? El ajedrez era una
suave aflicción, una vacuna contra el dolor luminoso de los días y el
oscuro desconsuelo de las noches.
A
diferencia de los naipes o la política, en el ajedrez no se puede ir de
farol. Los dos contendientes saben lo que hay o lo que puede venir. No
se mienten. Y llegados a cierto nivel, las malas artes son un indicio de
flaqueza que se termina pagando con la vida.
En
la vida pública española faltan ajedrecistas y sobran trileros. La
posición de las piezas se esconde tras sonrisas innobles, se permiten
jugadas ilegales y se engaña por hábito. La mentalidad de un jugador de
ajedrez ya no sirve para sobrevivir en nuestra sociedad.
Hace
diez años que no juego al ajedrez. Su significado último se impone
sobre cualquier otra consideración. Borges lo tenía muy claro:
También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?
Si
somos el sueño de un dios que, a su vez, es soñado, ¿quién no nos dice
que, en nuestros sueños, somos responsables de otros universos? ¿Quiénes
mueren y quiénes triunfan, quiénes aman y quiénes odian en nuestra
trama onírica? ¿Nos mirarán, nos harán ofrendas, nos pedirán que cese
esto o aquello? Sólo podemos desear que no, que esa responsabilidad no
caiga sobre nuestros párpados cerrados
Miles de años antes que Borges, en el “Rig Veda” se podía leer:
¿Quién lo sabe con certeza? ¿Quién lo afirma?
¿De dónde nació, de dónde procede la Creación?
Los dioses son posteriores a la creación de este mundo…
¿Quién puede, pues, saber los orígenes del mundo?
Nadie sabe de dónde surgió la Creación
o si Él la ha hecho o no la ha hecho,
El que todo lo vigila desde los altos cielos.
Sólo Él lo sabe. O quizás no lo sepa.
La
humildad subyacente en este texto hindú debiera inclinarnos a la
reflexión. ¿Quiénes pueden creerse en la posesión de la verdad cuando ni
a los dioses se les concede ese atrevimiento?
España
se ha cerrado en lo necesario. Sólo existe el dios de lo necesario. Sus
profetas te dicen que esto es así o asá sin otro argumento que su
necesidad. Hasta las víctimas que se van quedando por el camino se
vuelven necesarias.
La
partida de ajedrez entre necesarios e innecesarios acaba de comenzar. Y
los contendientes ni siquiera saben a qué están jugando. Y cuando lo
sepan, habrá decretos que les cambien las reglas. Y cuando se adapten a
ellas, habrá nuevos giros y conveniencias.
Los
políticos de lo necesario son el mayor peligro del siglo XXI. Su
finalismo es un dogma: no pueden equivocarse. Son más listos que El que
todo lo vigila desde los altos cielos. A esa seguridad le ponen el
nombre de convicción. Y se les alaba por ello. Los muertos necesarios de
sus políticas son las piezas que quedan al margen de un tablero
distorsionado. Yo les llamo psicópatas.
Hace diez años que no juego al ajedrez.
Ricardo García Nieto