jueves, 29 de octubre de 2015

CAPÍTULO 1: ¿QUÉ LE DICE DIOS A LOS SUICIDAS?

 
¿Qué le dice Dios a los suicidas?
Hay una pregunta incómoda que viene rodando por mi mente hace semanas: ¿qué le dice Dios a los suicidas antes de consumar el acto de su propia muerte? Yo creo que guarda un espeso silencio. ¿Cuál es Su Voluntad? ¿Que el desgraciado se autodestruya a secas? ¿Qué deje una carta de despedida sobre la crueldad del mundo? ¿Qué se inmole a los ojos de todos por una causa social? ¿O que dé testimonio de la divina indiferencia ante quien le ruega “Dios mío, dame una esperanza” o, para ser más bíblicos, “aparta de mí este cáliz?
Veamos: alguien lleva trenzando una cuerda para ahorcarse hace días. No deja de orar, de hablar a su manera con Dios, para buscar una salida hacia la vida. No le responde, le deja trenzar y trenzar la funesta cuerda. Es también mi cuerda.
Llevo semanas aguardando algún indicio, alguna coincidencia significativa (eso que Jung llamaba “sincronicidad”), alguna experiencia de carácter espiritual, algo que moviese mi corazón en una dirección distinta a la que voy a tomar. Pero no. Ni siquiera la esperanza asomó su hocico en el umbral de la puerta. Nada trascendente me regaló una mísera señal. O, sencillamente, no la vi. Yo, por mi parte, desde lo inmanente, he realizado algún esfuerzo o movimiento para cambiar esa dirección, cierto es que con más voluntad que energía. Pero tampoco he logrado esperanzarme con nada. No he sabido hacerlo. Soy, a todas luces, de naturaleza torpe en esto de hallar un sentido que me empuje en la flecha del tiempo. Un necio y torpe desgraciado.
Es fácil juzgar: lo hacemos todos. Un acto suicida es fácilmente tachado de egoísta, cobarde, indigno, desagradecido, mal ejemplo… Y no les falta razón a quienes así lo califican. Asumo mi responsabilidad. En mí caben todas las sombras.
Desde niño, miré por ojos ajenos antes que por los míos. Creí que aquello era amor. Amor hasta negarme. No sé si me equivoqué. Es lo más probable. Me eduqué en el sacrificio de mi visión del mundo, eso que los alemanes llaman “Weltanschauung” y cuyo significado como simple cosmovisión no es suficiente para lo que quiero expresar aquí. Así fue durante mi juventud. Y compruebo que los poderes del mundo siguen dislocando la visión propia de cada ser humano. Pero ahora lo hacen industrialmente. Como a manadas de seres libres y conscientes a quienes amputan su libertad y conciencia.
Me negué a mí mismo, sí, pero la fuerza del inconsciente, con su natural propensión a la rebeldía, siempre fue más poderosa. Ahí están mis escritos, con mayor o menor acierto, para corroborarlo.
Como todo padre, fui el príncipe azul de mi hija, su caballito, su compañero e inventor de juegos, pero me queda la sensación de haber estado allí (y no lo hice poco) cuando no era tan necesario y de haber estado ausente cuando más se me necesitaba. Presente o ausente, siempre estuvo mi corazón.
Escribí. Y escribí mucho. No sé si con talento, pero sí con intención: un par de libros de poemas, otro par de novelas y una traducción de “El Cuervo” de Poe. Quedaron otras narraciones y poemas inéditos en un cajón. Y un sinfín de artículos e improvisaciones que se quedaron en el baúl de Internet o en el desorden de mi escritorio. Creo que he perdido muchas oportunidades. Pero no me queda otra que irme con las encontradas. Con el corazón en la mano, creo que he dejado a medias la obra que más estimaba y que me he equivocado tanto cuanto me ha permitido la vida. Pretendiendo hacer el bien, he logrado lo contrario. Redactar todo esto no va a reportarme nada. De su mínimo eco, si es que lo hubiere, no me enteraré adonde voy. Me doy cuenta de que esto no es más que un ejercicio vanidoso, el último coletazo de mi ego. Y mi ego, créanme, no merece la pena. Estas son mis últimas palabras. Que Dios me perdone. Si no me escuchó, dudo que lo haga.

Ricardo García Nieto.