viernes, 13 de febrero de 2015

LA PROFÉTICA MEMORIA

 
Si yo pudiera recordar lo que ha de suceder, si tuviese el don de la memoria profética, la que sólo puede atribuirse a Dios, ¿haría las cosas como las hago? ¿Aceptaría el reto o su inexistencia? ¿Me preguntaría, acaso, en qué me he convertido o en qué me he de transfigurar?
Si yo aceptase que todo, visible o invisible, existe y que cada gesto, mueca o intención ha de quedarse porque lo único que no existe es el olvido, ¿me sentiría a salvo? ¿O por salvarme quebraría las columnas de mi personalidad, mis costumbres, mi forma de sobrevivir?
Si yo supiera que todo lo que he de hacer ya está hecho, que estoy destinado a la fatalidad, a la imposibilidad de cambiar las cosas, ¿sufriría?
Si yo tuviese certeza de la intuición que me acompaña desde niño: haber venido al mundo como el que se va al exilio, desterrado, arrojado para una comprensión que es múltiple, ¿qué miedo he de tener al regreso?

Así lo destilaba Jorge Luis Borges en uno de los poemas más hermosos de la literatura en lengua española:

Everness

Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
Dios, que salva el metal, salva la escoria
y cifra en Su profética memoria
las lunas que serán y las que han sido.

Ya todo está. Los miles de reflejos
que entre los dos crepúsculos del día
tu rostro fue dejando en los espejos
y los que irá dejando todavía.

Y todo es una parte del diverso
cristal de esa memoria, el universo;
no tienen fin sus arduos corredores

y las puertas se cierran a tu paso;
sólo del otro lado del ocaso
verás los Arquetipos y Esplendores.


Al releerlo, uno va pasando de lo psicológico a lo visionario, de la urgencia cotidiana al eco de lo eterno, del pan nuestro de cada día a su porqué.
Hay algo que vive por sí mismo y que nos obliga a vivir. Podríamos llamar a su puerta y conocer la verdad. Y quedar fulminados al contemplarla como si un rayo nos atravesara el corazón. O podríamos esperar a que se cumpliera la condena de nuestros días por la Tierra… Tal vez, para entonces, ya nada podría aniquilarnos.


Ricardo García Nieto