miércoles, 9 de junio de 2010

DUNCAN MACDOUGALL: EL ALMA PESA ENTRE 18 Y 21 GRAMOS


El 11 de marzo de 1907, el New York Times se hizo eco de los experimentos que Duncan MacDougall realizaba con moribundos, pesándolos durante su fallecimiento. En una balanza, dispuesta bajo una plataforma con una cama, cuya probabilidad de error era de tres gramos, colocaba a sus tuberculosos, voluntarios y en fase terminal, y observaba la diferencia de peso que se producía en el momento de la muerte. Y aventuró una hipótesis: el alma podría pesar entre 18 y 21 gramos. MacDougall también midió la pérdida de peso consecutiva a la muerte de 15 perros con su balanza y no constató ninguna diferencia.
Tal vez el peso del alma sean esos 21 gramos. Tal vez esos 21 gramos simplemente sean el peso del último aliento, el aire que exhalan los pulmones en el momento de la muerte. Quién sabe. Pura gravimetría que suena a cómputo de narcotraficante. ¿Qué perdemos al morir? ¿La vida, los recuerdos, la capacidad de amar y ser amado? No: perdemos 21 gramos.
Pero, ¿adónde se van esos 21 gramos? ¿Somos nosotros los que nos vamos en esos 21 gramos?
En el año 2003 se rodó una película basada en esta conjetura de MacDougall. Se trata de una obra maestra y se titula, precisamente, “21 Gramos”, dirigida por Alejandro González Iñárritu, interpretada por Sean Penn, Benicio del Toro y Naomi Watts, y basada en un guión de Guillermo Arriaga. Terminaba con el siguiente monólogo de su moribundo protagonista:
¿Cuántas vidas vivimos? ¿Cuántas veces morimos? Dicen que todos perdemos 21 gramos en el momento exacto de la muerte. Todos. ¿Cuánto cabe en 21 gramos? ¿Cuánto se pierde? ¿Cuánto se va con ellos? ¿Cuánto se gana? 21 gramos: el peso de cinco monedas de cinco centavos, el peso de un colibrí, de una chocolatina… ¿Cuánto pesan 21 gramos?
La pregunta también podría ser: ¿Qué hacemos con esos 21 gramos antes de perderlos?
El mundo que nos ha tocado padecer nos invita a rechazar cuestiones de este tipo. O somos esclavos. O somos burgueses que ignoran ser esclavos. En 21 gramos caben ambas posibilidades.
Los 21 gramos del hombre moderno se pasean por los pasillos de los supermercados y se ven superados por el afán de adquirir y consumir. Cada cual, quien puede, llena ritualmente su carro de la compra y se cree libre eligiendo productos innecesarios igual que el antiguo esclavo se permitía elegir los parásitos que se quitaba de la piel o del cabello. Las mercancías vociferan con urgencia desde estantes y escaparates. Llévame contigo, parecen decir, te sentirás gratificado durante un rato, aunque después te olvides de mí. Y el buen burgués (o la buena burguesa) se pasa la tarde convenciéndose de lo maravilloso que es su nuevo reloj, su crema para el cutis, su bolso o su ordenador. ¿Qué más se puede esperar de la vida antes de perder los 21 gramos que nos corresponden para el más allá?
21 gramos. Ni siquiera la luz del sol pesa tanto. Aunque sea igual para todos los hombres. Un pájaro de 21 gramos se eleva de una rama y navega por el viento hasta posarse en la ventana de mi biblioteca. Lo miro. Mueve su cabeza de un lado a otro como si vigilase los cambios de postura del aire. Después mete su pico en su plumaje, buscando un don que nunca encuentra. Y trina y alza el vuelo sin saber que su música se queda en mi ventana, por donde el sol, el mismo sol que brilla para todos los hombres, pone sus dedos sobre algunos libros que leí en mi niñez. Pasan las horas. Su mano anaranjada de media tarde me señala títulos de filosofía que no me sirvieron de mucho y en donde la existencia sigue dando saltos de página. Con el ocaso, esa luz, más venosa y anciana, toca otros volúmenes: los más decadentes, que se han ido amontonando por inercia. Podría salvar veinte, tal vez cincuenta libros que merezcan la pena. No caben muchos más en los 21 gramos que me han tocado. La oscuridad y el frío llegan a los estantes, a esos volúmenes que son como naves estelares. O como nichos. Recipientes donde queda mi memoria, la vida que pasó, que irá pasando hasta convertirse en un suspiro.
Un suspiro que, por muy rigurosa que sea la balanza que lo pese, jamás se sabrá adónde irá.


Ricardo García Nieto.