viernes, 13 de diciembre de 2013

APNEA

Durante el verano de 1994, me quedaba debajo del agua sin respirar, con los brazos extendidos. Crucificado en mi libertad, sentía algunos pececillos en mi costado inmóvil. Conforme pasaban los minutos, la apnea era más y más placentera. Sepultado en el agua, como un niño en el vientre materno, me sentía regresar a casa, a ese lugar sin cuerpo ni tiempo del que fuimos arrojados. La hipoxia de mi cerebro me regalaba un estado de conciencia del que no quería volver. Pasados los tres minutos, ya no había sensación de agobio. Después, algún calambre, como un despertador orgánico, me hacía mirar mi cronómetro. Era el momento de decidir si salir o no. Y retornaba a la superficie. Nunca me atreví a proseguir más allá de los tres minutos y medio, aunque fuera feliz. La conciencia ordinaria se imponía a su idílico estado. Jamás he vuelto a practicar la apnea.
Hay una mística en la suspensión de todo. Un modo de abrazar lo que abandonamos en la eternidad. 


Ricardo García Nieto