martes, 24 de diciembre de 2013

CUENTO DE AÑO VIEJO

Paseo por los cementerios como si se me hubiera perdido algo en ellos. Los cipreses, cansados de vivir en su tópico, me saludan con sus pájaros.
-Otra vez por aquí…
-Ya veis, lo mío no tiene solución –les digo.
-Lo nuestro tampoco.
Las calles de los cementerios tienen un frenesí de vida que ya quisieran para sí las de las ciudades: gatos, avecillas, nubes de insectos, flores, brisas con dientes de león y polen… Y ese otro frenesí vuelto del revés: el del silencio.
Nadie mercadea. Nadie seduce. Nadie impone.
Los caracoles sacan sus cuernos con su acaramelado brillo. Hablan despacio:
-Hermosa mañana…
-Espléndida –remato yo.
-El sol no engaña –asevera el más viejo, girándose en lo alto de un crucifijo.
Huelo a jazmines al doblar una esquina. Un panteón me hiela con su sombra. Una estatua lo preside: un monje con capucha y rostro de calavera lleva en sus brazos a una niña. A la chiquilla, con la cabeza ladeada, se le aprecia una sonrisa dulce. Y los ojos cerrados. Como si tuviera un sueño feliz. No sé por qué. Pero pienso en el recién nacido de los belenes.
A pocos metros de allí, está el banco de mi cita. La veo llegar con su chaquetón de invierno y sus vaqueros. Ligera sombra en los ojos, tenue pintura en los labios.
-Otra Navidad más –me dice al sentarse-. Y otra menos.
-Así es –afirmo, tomándole las manos-. Respiremos juntos este aire.
-Nada hay que decir –asevera ella.
-Nada, cariño mío.
Permanecemos juntos hasta que anochece y regresamos cada cual a nuestros lechos cálidos, bajo la tierra y las lápidas con nuestros nombres casi borrados. Es curioso: ya no recuerdo cómo me llamaba. Ni me interesa saberlo.
La luna nos despide un año más con su fría claridad.


Ricardo García Nieto